Un ejército expedicionario español de unos 9.000 hombres al mando del marqués de Lede, reconquistó en cuatro meses la isla de Cerdeña, perdida para España en 1708 tras 400 años de presencia y soberanía en la isla, lo que se ratificó en el Tratado de Rastatt.
La isla de Cerdeña había pertenecido a la corona de Aragón desde que, tras diversas disputas por su posesión entre Génova, Pisa y el Papado, el papa Bonifacio VIII dispuso a finales del siglo XIII que la isla pasase a la Corona de Aragón. El infante de Alfonso de Aragón, futuro rey Alfonso IV “El Benigno”, formalizó la ocupación de la isla en el año 1324. Tras cuatro siglos de soberanía, primero aragonesa y después española, Cerdeña fue ocupada en agosto de 1708 por las tropas aliadas al mando del almirante Leake, y perdida en el tratado de Rastatt de 1714, por el que España se vio obligada a ceder la isla de Cerdeña al Imperio Austriaco. No obstante, en la isla había un importante partido de nobles y autoridades partidarios de España que presionaban a Felipe V para que recuperase la isla, entre los que se hallaba don Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe. La prisión del inquisidor general Molinés en Milán por los austriacos fue la excusa que se dio el rey Felipe V para actuar.
A primeros de 1717 José Patiño, recién nombrado Intendente de Marina en Cádiz y artífice del resurgimiento naval español, comenzó en secreto los preparativos militares para lanzar una expedición naval que teóricamente iría dirigida contra los turcos. En 1716 los turcos habían declarado la guerra a Venecia, atacaron Morea y amenazaron Dalmacia y Hungría. España, rememorando sus antiguas responsabilidades como miembro de la Santa Liga, envió una flota de seis navíos de línea al mando de Esteban de Mari, marqués de Mari, caballero genovés al servicio de Felipe V, y una segunda de cinco galeras al mando del jefe de escuadra don Baltasar Vélez de Guevara en socorro de los venecianos, logrando la presencia de españoles y venecianos hacer huir a los turcos, que habían desembarcado para poner cerco a Corfú.
El 2 de julio de 1717 apareció frente a Barcelona una numerosa flota procedente de Cádiz al mando del marqués de Mari, compuesta por trece navíos de guerra, noventa barcos de transporte que había recogido en Cádiz, y tres galeras al mando del jefe de escuadra don Francisco Grimau. A partir de entonces comenzó una actividad febril para embarcar víveres, mover artillería, construir pesebres y acercar tropas, actividad que se trató de justificar con pretextos de lo más peregrinos con objeto de ocultar el fin real de la expedición.
El rey y la reina firmaron las órdenes para que la flota se dirigiese contra Cerdeña, pero el secreto siguió conservándose. El mando de la expedición recayó en don Juan Francisco de Bette, III marqués de Lede, teniente general, caballero del Toisón de Oro y miembro de la primera nobleza de Flandes. Tenía como subalternos en su Cuartel General a los siguientes oficiales:
El teniente general don José Armendáriz y Perurena, marqués de Castelfuerte.
El Caballero de Lede, mariscal de campo y hermano del marqués.
El mariscal de campo don Antonio Pignatelli y Aymerich, marqués de San Vicente.
El mariscal de campo don José Francisco Carrillo de Albornoz y Ezquivel de Guzmán, conde de Montemar, jefe del Regimiento de las Guardias Reales Valonas.
El mariscal de campo don Enrique Grafton, mayor general de la Infantería.
Don Pedro de Castro Figueroa y Salazar, Sargento mayor de las Guardias Reales Españolas, futuro marqués de Gracia Real de Ledesma.
El coronel don Jaime de Guzmán-Dávalos y Spínola, coronel jefe del Regimiento de Dragones de Pezuela de las Torres, II marqués de la Mina desde 1720.
El 21 de julio quedaron embarcados un total de 8.500 soldados, encuadrados en diez batallones de Infantería, 500 dragones y todo el arsenal de artillería, municiones, harinas, víveres, instrumentos de gastadores y demás impedimenta de guerra.
El tren de Artillería embarcado estaba al mando del coronel don Sebastián de Matamoros, y estaba compuesto por seis Comisarios de Artillería, 200 artilleros, 60 obreros, una compañía de minadores, 40 cañones de a 24, 14 morteros de a 12 y gran cantidad de pertrechos y municiones.
Don José de Bauffe y don Jacinto Flores eran respectivamente Ingeniero Jefe e Ingeniero en Segundo del Ejército Expedicionario, los cuales comunicaron al Ingeniero General Próspero de Verboom sus planes de ataque a la plaza de Caller (hoy Cagliari). Verboom contestó aprobando el plan y exponiendo algunas reflexiones sobre la elección del frente de ataque y medios necesarios para apresurar la rendición, que fueron tomados en cuenta a la hora de ejecutar el ataque. Iban acompañados de otros cinco oficiales de Ingenieros ordinarios.
Para conservar el secreto, la tropa y los oficiales embarcaron en Barcelona sin saber adónde se dirigían, mientras que la Real Hacienda libraba un peso diario para el mantenimiento de los oficiales durante el viaje. Así mismo, los cuatro batallones del Regimiento de Guardias Reales Valones no se movieron de su guarnición en Tarragona, para no dar indicios a cualquier posible espía enemigo y poder así seguir conservando el secreto, y se reservaron para ser enviados en un segundo convoy.
El 22 de julio la flota se hizo a la mar sin que nadie supiera el destino de la expedición. Tuvieron una navegación muy lenta, causada por una calma chicha que les ocurrió entre las islas de Mallorca y Menorca, que les obligó a hacer aguada en Mallorca en dos ocasiones. En una de ellas el Regimiento de Dragones de Vandoma tuvo que cambiar los numerosos caballos de su unidad que estaban muertos o a punto de hacerlo. Este primer convoy tardó 29 días en llegar a Cerdeña, donde lo hizo el 20 de agosto tras casi un mes de lenta y accidentada navegación.
Mientras tanto, se organizó un segundo convoy en Barcelona, en cuyo puerto se embarcaron los cuatro batallones del Regimiento de Guardias Reales Valonas que estaban de guarnición en Tarragona, al mando del conde Montemar, quien no había embarcado en el primer convoy en espera de hacerlo en el segundo al frente de sus tropas. El jefe de la escuadra del segundo convoy era don Baltasar Vélez de Guevara, quien zarpó del puerto de Barcelona el 29 ó 30 de julio con mejor fortuna que el primer convoy, pues llegó al cabo Pula sobre Caller (hoy Cagliari), lugar señalado para el encuentro, el 9 de agosto, once días antes que el primer convoy. La segunda escuadra llegó escasa de agua y sin órdenes precisas de lo que hacer, por lo que el conde de Montemar determinar desembarcar al abrigo de algunos granaderos para realizar aguada y sin exponerse mucho a algunas tropas enemigas que, auxiliadas por paisanos, les hicieron fuego sin mucho resultado.
El 20 de agosto se juntaron ambas escuadras en el cabo Pula de Cerdeña, con la consiguiente alegría entre la tropa y los oficiales. Al día siguiente, 21 de agosto, las tropas desembarcaron en la larga playa de san Andrés, distante unos ocho kilómetros de la ciudad de Caller (hoy Cagliari), con muy poca o ninguna oposición, y marcharon por la estrecha lengua de tierra existente entre el mar a su izquierda y unas salinas a su derecha. La marcha fue dificultada por lo arenoso del terreno y la escasez de agua, hasta acampar cerca del santuario de Lluc, a un kilómetro largo de la plaza y al abrigo del monte Urpino, que le protegía del fuego de los cañones enemigos. Dos escuadrones de caballería enemiga observaron la marcha del ejército expedicionario español en todo momento, pero sin atreverse a enfrentarse a los dragones españoles.
La inacción de los españoles durante los once días que el segundo convoy permaneció sin hacer ninguna maniobra permitió al virrey de Cerdeña nombrado por el Archiduque, don José Antonio Rubí y Boixadors, I marqués de Rubí, que mejorara las defensas de la capital, Caller, ante un posible desembarco, acopiase víveres, municiones y efectos de guerra, y levantase el país movilizando milicias. Hay que hacer notar que la ciudad de Caller hoy se llama Cagliari. Su segundo al mando era el coronel don Jaime Carreras quien, al servicio del Archiduque Carlos como pretendiente al trono de España, había participado en la conquista de Gibraltar para los ingleses en 1704.
La guarnición de Caller eran unos 800 soldados de Infantería, parte del Regimiento de Infantería Borbón que días antes partido hacia Nápoles, y unos 300 jinetes del Regimiento de Caballería del coronel Carreras. Unos y otros eran soldados escogidos, pero de poca confianza, pues muchos eran soldados españoles que fueron hechos prisioneros en la batalla de Zaragoza que se libró el 20 de agosto de 1710, y a quienes se obligó a luchar en el ejército del Archiduque. Esto se evidenció en el hecho de que conforme el ejército expedicionario se acercaba a Caller, muchos de estos soldados se arrojaban desde las murallas para unirse a las filas de sus compatriotas; como resultado, sus oficiales no se atrevían a utilizarlos en acciones fuera del recinto, y el virrey tuvo que formar dos compañías sueltas con 150 catalanes, valencianos y sardos, todos ellos buenos tiradores.
El perímetro de la plaza era irregular y extenso, situado en una elevación sobre una peña; un profundo foso abierto en la roca y bien dominado por los fuegos de la defensa imposibilitaba el ataque excepto por el lugar denominado “arrabal de la Marina”. Los contornos de la plaza estaban escasos de árboles y ramas para hacer faginas, y el ejército expedicionario era demasiado corto en número, tan solo unos 9.000 hombres, para rodear la plaza, hacer una contravalación e incomunicarla con el resto del país. Ello hizo que el marqués de Lede solicitase refuerzos a Barcelona, donde la prolífica actividad de don José Patiño, responsable de apoyar la expedición de Cerdeña, hizo que el 8 de septiembre se embarcasen para Cerdeña el Regimiento de Infantería italiana de Basalicata, de un solo batallón, y el Regimiento de Caballería del Rosellón, con tres escuadrones.
Los españoles comenzaron a desembarcar su artillería y transportarla hasta el lugar de sitio de la plaza con mucha dificultad por falta de mulas y la mala calidad y poca firmeza del terreno. Mientras tanto el virrey confiaba en las posibles enfermedades que contrajese el ejército español en aquel clima, en la moral de sus escasas tropas y en la posible llegada de refuerzos desde Italia.
Emplazadas unas pocas piezas frente al arrabal de la Marina, sus fuegos posibilitaron la ocupación de éste por los españoles una noche, en que los defensores desalojaron el lugar y las tropas españolas se dispararon entre ellas debido a la confusión y la escasa coordinación del ataque. Acto seguido se comenzaron los trabajos para el emplazamiento dos baterías contra la plaza, una de 26 cañones y otra de 14 cañones, todos ellos de a 24, para disparar contra los baluartes del Español (o del Espolón) y de la Seca; y una tercera batería con 8 morteros para batir la plaza con objeto que los residentes solicitasen al virrey la rendición.
El 13 de septiembre se abrió la primera trinchera entre los conventos de Jesús y San Lucifero, con 300 soldados y 300 trabajadores al mando del teniente general Armendáriz y el mariscal caballero de Lede. Los relevos se hacían cada 24 horas, pero la escasa guarnición defensora hacía poco fuego sobre los trabajos de la trinchera, que proseguían sin pausa al mando del teniente general, de forma que las trincheras estaban acabadas y las baterías emplazadas en siete días, es decir, el 20 de septiembre.
Por causa de la falta de tropas españolas para completar el cerco de la plaza, el virrey mantenía comunicación con el resto del país, especialmente gracias al castillo de San Miguel de la Condesa que, situado al norte de la plaza, protegía los caminos y por cuyo lugar entraban milicias, correos y víveres a la plaza. Por ello, el marqués de Lede ordenó tomar el castillo, fiado de las informaciones que se le habían facilidado de que la fortificación estaba mal guarnecido y casi abandonada. Un día de mediados de septiembre, al amanecer, el mariscal de campo don Enrique de Grafton, al mando de unos 600 soldados sin más armas que su armamento individual y bayonetas, sin cuerdas suficientes o demasiado cortas, sin escalas y sin ninguna pieza para volar la puerta y, lo más relevante, sin haber realizado un reconocimiento del objetivo, se dirigió a atacar el castillo de San Miguel. Al llegar, los españoles encontraron una fortificación antigua de forma cuadrada y flancos pequeños pero suficientes para los fuegos de la defensa, y unas murallas muy altas. Fueron recibidos a tiros por los 90 defensores que guarnecían el castillo y la metralla de un cañón de a 4 que disparaba contra ellos. Los españoles se retiraron con la pérdida de dos oficiales y 19 soldados.
El 16 de septiembre llegaron los refuerzos enviados por Patiño, que rápidamente fueron empleados por el marqués de Lede para estrechar el cerco de la plaza y ampliar el número de partidas de caballería que patrullaban los caminos de la región. Pero la falta de coordinación seguía siendo una norma entre las tropas españolas, pues una noche en que las partillas habituales habían salido al campo a patrullar, cada una formada por unos 25 dragones, quiso el marqués de Lede hacer salir otra partida más para confirmar una noticia que había recibido, con tan mala fortuna que la nueva partida se encontró con las partidas enviadas de forma rutinaria y, creyéndose mutuamente tropas enemigas, se enzarzaron a tiros hasta que se descubrió el malentendido.
El ataque español al castillo de San Miguel, si bien fue rechazado, hizo pensar al virrey que los españoles volverían a atacarlo, esta vez mejor pertrechados, y que finalmente el castillo acabaría cayendo en manos españolas, dejando la plaza de Caller aislada. Por eso, el virrey resolvió abandonar la plaza y dejarla al mando de su segundo, el coronel Carreras. Entre el anochecer del 17 de septiembre y la madrugada del siguiente, el virrey salió con 300 caballos, 200 de ellos soldados de caballería y el resto personas de su familia y varios oficiales y caballeros que decidieron seguirle. Llevado por guías diestros en el terreno y conocedores de las sendas del lugar, el virrey logró escapar a las partidas nocturnas de vigilancia españolas, de forma que el marqués de Lede tuvo noticia de la huida del virrey a las 08:00 horas del 18 de septiembre. Inmediatamente ordenó su persecución, que recayó en el coronel don Jaime de Guzmán, futuro marqués de la Mina, al frente de las primeras tropas a caballo que pudo reunir: 290 jinetes y dragones.
El coronel Guzmán, sin tener noticias del posible camino tomado por el virrey y sabedor que le llevaba 13 horas de ventaja, decidió marchar hacia el norte de la isla por el camino de Alger “a paso de Correo”, dejando por el camino a aquellos soldados cuyos caballos se cansaban. A las 21:00 horas de ese día, el coronel divisó una partida de jinetes que pretendía huir; al marchar tras ellos, el coronel tropezó con unos caballeros y paisanos que regresaban a su ciudad tras haber rendido saludos al virrey; tomados prisioneros, informaron al coronel de la composición de la comitiva del virrey y del camino que llevaban, que era el de la ciudad de Sacer (hoy Sassari), pero sin descartar que pudiera desviarse hacia la plaza de Alger (hoy Alguer), pues se hallaba en la misma dirección.
El coronel Guzmán aceleró el paso, y al amanecer del 19 de septiembre llegó a la localidad de Sanluri, distante unos 45 kilómetros de Caller (Cagliari), donde un paisano del lugar, de nombre Esteban Tirici, se ofreció a guiarle tras los pasos del virrey, pues estaba resentido por el trato vejatorio que recibió del virrey, que además le robó de un caballo, por lo que el paisano ”prorrumpía su enojo con deseo de venganza”. Mientras tanto, el virrey marchaba tranquilo creyéndose a salvo por la distancia que ponía entre él y los españoles, por lo que ”sesteaba las horas ardientes del sol”.
A las 15:00 horas de ese día, y tras recorrer unos 54 kilómetros hacia el norte, los españoles llegaron a una población llamada Siammana, cerca de la ciudad de Oristán, distante unos 16 kilómetros hacia la costa. El lugar era extenso, con calles desordenadas y muchas casas extendidas por el campo. El coronel Guzmán dividió su fuerza en varias partidas de menor tamaño, unas con orden de entrar en la población, y el resto para rodear el lugar; además, se dio a los soldados la descripción del virrey y del uniforme que seguramente vestía: ”un general, delgado, vestido de rojo, con alamares de oro y pluma blanca en el sombrero”, con órdenes de capturarlo vivo; esta fue su salvación.
Con estas órdenes e instrucciones los españoles entraron en el lugar sin encontrar a nadie, salvo una partida enemiga de unos 20 jinetes al mando de un alférez, con quienes los españoles entablaron combate inmediatamente. Mientras la partida enemiga era desecha, el resto de los españoles encontraron a muchos de la comitiva del virrey dentro de las casas desprevenidos, dormidos, indefensos y desnudos, por lo que fueron fácilmente tomados prisioneros. Pero quiso la fatalidad que entre los presos se encontrara don Pedro Franchiforte, conde de san Antonio y general de galeras de Sicilia, el cual iba vestido de rojo y que, para impedir su muerte, gritaba a todo aquel español que se le acercaba ”soy general”. Esto hizo que la tropa creyera que habían capturado al virrey. Los oficiales también lo creyeron así, de modo que, tras apresar a nueve oficiales enemigos, 200 caballos, varios familiares y todo el equipaje de la comitiva del virrey, permitieron que los soldados españoles se dispersasen sin orden por las calles y las casas en busca de joyas y botín.
El virrey, que estaba dormido en una casa del pueblo, fuese despertado por don Jaime Paderi Verguer, caballero de Oristán, quien hacía guardia en su antecámara; Paderi le hizo saltar en bata por la ventana de su alcoba y le condujo a un caballo que tenía en el corral de la casa. De esta manera, acompañado por tan solo tres soldados de su comitiva y don Manuel Cerezo Español, sargento mayor del regimiento de Carreras, el virrey aprovechó el descuido de la vigilancia española y pudo huir por el camino de Alger (hoy Alguer). Algunos jinetes españoles les divisaron y les persiguieron un trecho, pero el cansancio de sus caballos y la poca importancia que dieron a los fugitivos, pues estaban seguros de haber detenido al virrey, les hizo cesar en su persecución.
Descubierto el error, el coronel Guzmán registró a fondo la población en busca del virrey, sin resultado alguno, y promulgó un bando, enviado por correos a todos los rincones de la isla, amenazando con pena de vida a todo aquel que ocultase o diera auxilio al virrey. Pero fue inútil; el virrey llegó a Alger, y de allí pasó a los pocos días al castillo Aragonés, hoy denominado Castelsardo, situado en la costa norte de la isla, para huir poco después a la vecina isla de Córcega.
La noticia de la huida del virrey, solo y sin tropa, hizo que los partidarios del rey Felipe V tomaran aliento, entre ellos el general marqués de Montenegro, caballero de Sacer, que salió al campo al frente de un numeroso grupo de paisanos. La mayor parte de los habitantes de la isla cedió a las pretensiones del rey Felipe V, entre otras cosas persuadidos por las cartas que escribió don Vicente Bacallar, marqués de san Felipe, viejo entendido de los asuntos de Cerdeña y que había sido enviado a la isla por el rey de Génova para ofrecerse en todo lo que fuese necesario al marqués de Lede.
Mientras tanto, la capital Caller seguía resistiendo el asedio español. La artillería había hecho unas brechas en los baluartes de la Seca y el Espaldón, pero aún no eran accesibles para dar un asalto. El recinto de la ciudad aún estaba intacto. Sin embargo, la huida del virrey produjo su efecto en la ciudad, cuyo gobernador decidió capitular para salvar la población y la guarnición de la plaza.
El 30 de septiembre el coronel Carreras solicitó la capitulación, que fue aceptada por el mariscal marqués de san Vicente, pues el teniente general Armedáriz, que mandaba en la trinchera, se encontraba muy enfermo. La guarnición de la plaza, unos 900 entre Infantería reglada y compañía sueltas, entregó las armas y salió con los honores de la guerra el 2 de octubre; acto seguido las tropas españolas entraron en la capital. La guarnición capitulada fue embarcada en dirección a Génova a costa del Archiduque, menos los de origen español, que decidieron quedarse para formar parte del ejército expedicionario.
El marqués de san Vicente fue nombrado gobernador interino de la plaza, y se le asignó una guarnición de dos batallones españoles del Regimiento de Murcia, uno italiano del Regimiento de Basalicata, y un escuadrón de 90 caballos, mientras el teniente general Armendáriz, nombrado jefe de la provincia, se reponía de su enfermedad.
Tomada la capital Caller, el marqués de Lede decidió marchar con el ejército hacia el norte de la isla para tomar Alger, que era la segunda plaza fuerte de la isla, y acabar la conquista, pues corrían rumores de la inminente llegada de refuerzos imperiales procedentes de Nápoles y Milán, antiguos reinos españoles perdidos en los tratados de Utrech y Rastatt.
Distante unos 250 kilómetros de Caller, el 10 de octubre el ejército expedicionario inició la marcha hacia Alger por los numerosos y llanos caminos del país, pero en el periodo de las lluvias de otoño. A unos 95 kilómetros, los españoles tenían que atravesar la campiña de Oristán, llena de pantanos, con aguas muertas y corrompidas, de malos olores y perjudiciales para la salud. Para evitarlas, y gracias a los buenos oficiales del marqués de san Felipe, los españoles contrataron guías locales para evitar los pantanos. Mientras, el conde de Montemar se adelantó con un destacamento para tomar los primeros puestos sobre la plaza de Alger.
Durante la marcha, el marqués de Lede recibió la noticia de que un cuerpo de 900 soldados alemanes del Regimiento de Uvalles, al mando de un teniente coronel, había desembarcado en la localidad de Terranova (hoy Olvia), en la costa oriental de la isla, procedentes de Nápoles y transportadas por las galeras de aquel reino, al mando del conde de Fencalada, caballero español, quien inmediatamente regresó a Nápoles temeroso de enfrentarse a la escuadra española. Nada más desembarcar, los alemanes supieron de la huida del virrey y de la ausencia de tropas leales que les acogieran; confusos en territorio desconocido, sin conocer el idioma y con pocos víveres, un grupo de unos 60 ó 70 sardos se les presentaron fingiéndose partidarios del emperador; les guiaron por las montañas hasta un lugar sin salida entre desfiladeros y de noche, sin saber exactamente el número de sus enemigos, y allí el jefe de los paisanos, don Juan Bautista Sardo, les obligó a rendir las armas y les tomó prisioneros, informando de ello al marqués de Lede.
Por su parte, desde Milán se despacharon por Génova hacia Córdega unos 600 soldados en unas naves escoltadas por una fragata. De ellos, 200 dragones desmontados del Regimiento de Amiliton se introdujeron en Alger, y otros 190 lo hicieron en el castillo Aragonés; el resto no pudo hacerlo por la aparición en aquellas aguas de los buques de la escuadra española.
El 22 de octubre el ejército español se presentó frente a Alger sin sufrir las bajas que se presumían, pues además de haber evitado los malos pasos sobre los pantanos gracias a los guías, la muerte de varios oficiales en el sitio de Caller había puesto en prevención a la tropa.
El conde de Montemar, llegado días antes con un destacamento de vanguardia, había ocupado previamente varios lugares para bloquear las salidas de la guarnición. Uno de aquellos días, el coronel de Caballería, marqués de Villa Alegre, obligó a retirarse a un piquete enemigo y a abandonar la partida de ganado que guardaba. Otro día, el propio conde Montemar ocupó el convento de san Agustín, a las afueras de la ciudad.
La plaza de Alger estaba edificada y cerrada con una muralla que daba al mar, excepto la parte que daba a tierra, que estaba defendida por tres baluartes y dos lienzos de ”muy buena muralla”:
Existía además un foso cubierto, una explanada regular delante, y una escaso zona de tierra donde abrir una trinchera; en definitiva, era una plaza muy defendible con los 200 dragones alemanes que le habían entrado de refuerzo, pues su guarnición anterior era muy escasa y de muchos soldados inválidos. A pesar de tener la artillería aún embarcada en la escuadra, y cerradas por ésta las comunicaciones por mar, el marqués de Lede resolvió intimar la rendición de la plaza a su gobernador, el coronel español don Alonso de Céspedes quien, enterado de lo ocurrido con los refuerzos imperiales enviados desde Nápoles, no lo dudó un instante y capituló.
El 26 de octubre los 390 hombres de la guarnición de Alger rindieron las armas y salieron con honores de guerra. Muchos de los dragones del Regimiento de Amiliton eran milaneses afectos al rey de España (no en vano Milán había sido dominio español durante unos 200 años) y decidieron unirse al ejército expedicionario español. Los naturales del país y los inválidos también se quedaron, y el resto marchó para embarcar hacia Génova a costa del Archiduque. El mismo día un destacamento español de 900 hombres entró en la plaza y tomó posesión de ella, al frente de un coronel que quedó como gobernador interino.
A continuación, el marqués de Lede envió un fuerte destacamento al mando del marqués de san Vicente contra el castillo Aragonés, (hoy Castelsardo), distante unos 70 kilómetros y situado en la costa norte de la isla. El marqués de San Vicente había entregado el mando de la plaza de Caller al teniente general Armendáriz, ya recuperado de su enfermedad, y se había incorporado al grueso del ejército en Alger.
El castillo Aragonés era aparentemente una formidable fortaleza, edificada en roca viva que dificultaba el ataque cuesta arriba. Sus fortificaciones y baluartes eran antiguos, pero robustos; la extensión de su recinto amurallado era muy amplio por querer abarcar todo el área de la montaña donde estaba edificado el castillo, por lo que precisaba de una guarnición numerosa para su defensa. A pesar de ello, con víveres y munición suficiente, la guarnición podría haber resistido un asedio durante bastante tiempo.
Apenas llegó el destacamento a la vista del castillo, su gobernador, el capitán don Lucas Monconi, decidió imitar el comportamiento del resto de la isla y capitular la plaza sin combate. El 30 de octubre los 200 hombres de la guarnición rindieron las armas y salieron con honores de guerra; unos 150 de ellos se unieron al ejército español y el resto decidió embarcarse para Génova a sus propias expensas. Ese día un destacamento de 300 soldados españoles tomó posesión del castillo.
Con la toma del castillo Aragonés, en apenas cuatro meses desde su salida de Barcelona concluyó la reconquista de la isla de Cerdeña, perdida para el rey de España nueve años antes, en 1708. El ejército expedicionario sufrió 900 bajas, la mayoría por efectos del clima, pues apenas hubo combates durante la campaña. En el mes de diciembre, el marqués de Lede embarcó para España con todo su estado mayor y los ocho batallones de los regimientos de las Guardias Reales Españolas y Valonas, dejando en la isla siete batallones de Infantería (dos del regimiento de Murcia, dos del regimiento de Burgos, uno del regimiento irlandés de Weauchop, uno del regimiento valón de Henau y uno del regimiento italiano de Basalicata), toda la Caballería (de los regimientos de Caballería del Rosellón y de Dragones de Vandoma y Pezuela), así como los soldados imperiales que decidieron unirse al ejército español, todos ellos al mando del teniente general Armedáriz, quien recibió el título de Comandante General de la isla de Cerdeña, pues nunca los gobernadores españoles de la isla había recibido el título de Virrey.
España retendría en su poder la isla de Cerdeña hasta agosto de 1720, en que la firma del tratado de La Haya obligó a Felipe V a retirar sus tropas de Cerrdeña y Sicilia y a restituir ambas islas.
Bacallar y Sanna, Vicente. Comentarios a la guerra de España, e historia de su rey Phelipe V, el Animoso, Tomo II. Pág. 200-214. 456 páginas, 31,6 MB.
Guzmán-Dávalos y Spínola, Jaime de, marqués de la Mina. Planos de la guerra de Cerdeña y Sicilia. Biblioteca Nacional de España. MSS 6408. 80 páginas, 17,2 MB.
Guzmán-Dávalos y Spínola, Jaime de, marqués de la Mina. Expedición de Cerdeña y Sicilia. Biblioteca Nacional de España. MSS 10524. 846 páginas, 122,9 MB.