La desintegración del califato de Córdoba en diversos reinos de taifas coincidió con la reorganización política del espacio hispanocristiano y con su creciente vinculación al Occidente europeo, en los comienzos de una larga fase de expansión. La guerra con al-Andalus se planteaba ya claramente como una reconquista, a través de diversas modalidades pero con un objetivo global.

El primer gran avance cristiano (1035-1086).

El rey Fernando I de Castilla y León (1035-1065) y el conde Ramón Berenguer I de Barcelona (1035-1076) aprovecharon la debilidad de las taifas musulmanas de la península para someterlas a uns especie de protectorado militar a cambio del pago de parias, lo que implicó la sujeción política indirecta de nuevos territorios a los reinos cristianos: Tortosa, Lérida y Valencia, en el caso catalán; Zaragoza, Toledo, Badajoz, Sevilla e incluso Granada, en el caso castellano-leones.

En 1085 el rey Alfonso VI de Castilla y León (1065-1109) dio un paso decisivo al ocupar Toledo por capitulación, la antigua capital visigoda y sede arzobispal primada de Hispania, y toda su taifa. De esta manera logró una clara posición hegemónica como "emperador de las dos religiones" e "Imperator toletanus", mientras su vasallo Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, tomaba Valencia en 1094, que se mantuvo en manos cristianas hasta 1102.

Los almorávides (1086-1126).

La entrada de los almoravides norteafricanos, sus victorias sobre Alfonso VI (Sagrajas, 1086; Consuegra, 1097; Uclés, 1108) y su dominio político en al-Andalus, frenaron la expansión y el hegemonismo castellano-leones tanto como la crisis del reino a la muerte de Alfonso VI, al tiempo que los reyes de Aragón y Navarra, Pedro I y Alfonso I El Batallador (1104-1134) conseguían ampliar su reino en el valle medio del Ebro (conquistas de Huesca, 1096, y Zaragoza, 1118), y el conde Ramón Berenguer III lanzaba una primera expedición contra Mallorca y conquistaba Tarragona entre 1118 y 1126.

Los cinco reinos cristianos (1126-1180).

La decadencia del poder almoravide permitió un nuevo avance cristiano, pero el equilibrio político entre los reinos comenzaba a modificarse: Alfonso VII de Castilla y León (1126-1157) mantuvo el titulo de "emperador" y una hegemonía política sobre otros reyes y poderes cristianos y musulmanes basada en pactos vasalláticos; pero a la muerte del rey León y Castilla se separaron hasta 1230. Navarra volvió a tener rey propio desde 1134, aunque perdió definitivamente la frontera con al-Andalus. Aragón y Cataluña se unieron bajo Ramón Berenguer IV en 1137. El condado de Portugal pasó a ser reino independiente desde 1139-1143. De este modo, aquella época de la reconquista estuvo protagonizada por la colaboración y la competencia entre estos cinco reinos cristianos.

En la gran ofensiva de los años cuarenta del siglo XII, Alfonso VII tomó Coria (1142), completó el dominio de la cuenca del Tajo en su sector castellano y conquistó por unos años Baeza y Almería (1147), mientras que Alfonso I de Portugal tomaba Lisboa (1147) y el conde Ramón Berenguer IV hacía lo propio con Tortosa, Lérida y Fraga y establecía con Alfonso VII el tratado de Tudillén (1151) asegurando con ello su espacio para las futuras conquistas en Valencia y Denia.

Los almohades (1180-1212).

En la segunda mitad del siglo XII, las combinaciones de alianzas y guerras entre los reinos cristianos y la presión creciente de los almohades, que acabaron hacia 1172 con todos los poderes independientes andalusíes, frenaron parcialmente el avance conquistador y obligaron a nuevos esfuerzos de organización militar (expansión de las órdenes militares; importancia de las huestes de los concejos). Alfonso II de Aragón conquistó Teruel (1171), ayudó a Alfonso VIII de Castilla en la toma de Cuenca (1177) y en 1179 ambos firmaron el tratado de Cazorla, que delimitaba las fronteras de ambos reinos y sus zonas de expansión futura.

En 1186, Alfonso VIII fundó Plasencia frente a los almohades, que mantenían la línea del Tajo, en la actual Extremadura, y lanzaron varias ofensivas que culminan en su victoria de la batalla de Alarcos (1195), cerca de Ciudad Real, que muy sangrienta y frenó los avances castellanos en La Mancha. La reacción cristiana tardó en llegar. En julio de 1212 Alfonso VIII, con apoyo de otros reyes peninsulares y de cruzados europeos, obtuvo una gran victoria en la batalla de Las Navas de Tolosa, que supuso el fin del dominio almohade en la península. Poco después se iniciaba el desmoronamiento del Imperio almohade, tanto en el Magreb como en al-Andalus, de forma que las divisiones internas de los musulmanes facilitaron el rápido avance conquistador de los cristianos en el sur de la península.

El segundo gran avance cristiano (1121-1304).

Portugal, después del tratado de Sabugal (1231) con Castilla y León sobre zonas de expansión, completó la conquista del Alentejo (Serpa, Moura, 1232) y la del Algarbe al Este del Guadiana (Ayamonte, 1239).

Después de 1249 sólo hubo algunos reajustes fronterizos con Castilla y León que, desde 1232, había puesto bajo su protección al reino taifa de Niebla pare evitar la posible conquista por los portugueses. En el ámbito leones, el avance prosiguió por la actual Extremadura, zona de máxima resistencia militar musulmana: Valencia de Alcántara (1221), Cáceres (1229), Mérida y Badajoz (1230), Trujillo (1232). Mientras tanto, se progresaba en la otra gran línea de avance, específicamente castellana, a partir de La Mancha y alto Guadalquivir: Alcaraz (1215), Quesada y Cazorla (1224), Baeza (1232) y Córdoba (1236). Por entonces, desde 1230, Castilla y León habían vuelto a unirse en una misma Corona, bajo Fernando III, lo que aumentó su capacidad ofensiva justamente cuando desaparecían los últimos restos del poder almohade en al-Andalus.

La caída de Córdoba en manos de Fernando III de Castilla y León, ciudad que era un símbolo del pasado esplendor de al-Andalus, permitió el rápido dominio cristiano de la campiña del Guadalquivir; mucho más difícil fue la toma de Jaén (1246), conseguida por pacto a cambio de reconocer la existencia del emirato de Granada como vasallo de Castilla en las zonas montañosas de la Andalucía oriental. Dos años antes, el infante Alfonso, hijo y heredero de Fernando III, había sujetado a protectorado militar el reino taifa de Murcia, y firmado con Jaime I de Aragón (1214-1276) el tratado de Almizra (1244), que señalaba los límites de su expansión hacia el sur: en efecto, el rey de Aragón había llevado a cabo ya la conquista de su zona de influencia; tomó Mallorca e Ibiza entre 1229 y 1235 y, en la península, ocupó entre 1232 (conquista de Morella) y 1246 (Denia) todo lo que sería el nuevo reino de Valencia, cuya capital cayó en 1238.

La culminación de las conquistas ocurrió cuando Fernando III entró en Sevilla, antigua capital andalusí de los almohades, en 1248. Unos años más tarde, en 1262-1263, Alfonso X el Sabio (1252-1284) incorporó por completo las sierras de la baja Andalucía sujetas hasta entonces sólo a protectorado y control militar: Cádiz y Niebla (1262).

La revuelta de los musulmanes mudéjares andaluces y murcianos en 1264, con apoyo del emirato de Granada, y su posterior derrota, consumó los efectos de las conquistas anteriores. Alfonso X expulsó a casi todos los musulmanes de la Andalucía cristiana y, con ayuda de Jaime I de Aragón, completó el dominio de Murcia, cosa imprescindible para el rey aragonés tanto para asegurar su victoria sobre los mudéjares valencianos, que produjeron revueltas parciales hasta 1276, como para señalar sus pretensiones más allá de los límites fijados en el tratado de Almizra; años después, Jaime II, tras una guerra con Castilla, anexionó a Valencia la parte norte del reino de Murcia en 1304. El cambio general de circunstancias políticas y económicas y la dificultad para completar la colonización de las tierras conquistadas pusieron fin al avance de los reyes cristianos en el último tercio del siglo XIII. A ello se unió la fuerte capacidad defensiva del emirato de Granada y el apoyo que recibió de los meriníes norteafricanos entre 1275 y 1350.